Cuentos by Ernest Hemingway

Cuentos by Ernest Hemingway

autor:Ernest Hemingway [Hemingway, Ernest]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Drama, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1938-10-13T16:00:00+00:00


En otro país

En otoño la guerra seguía en todas partes, pero nosotros ya no íbamos a volver. En otoño hacía frío en Milán y oscurecía muy temprano. Luego encendían el alumbrado eléctrico y era agradable pasearse por las calles mirando los escaparates. Había mucha caza colgando en el exterior de las tiendas, y la nieve espolvoreaba las pieles de los zorros y el viento agitaba sus colas. Los ciervos estaban rígidos, pesados y huecos, y unos pajarillos revoloteaban al viento y el viento les agitaba las plumas. Era un otoño frío y el viento llegaba de las montañas.

Cada tarde íbamos todos al hospital, y había diversas rutas para cruzar la ciudad andando a través del crepúsculo. Dos de ellas seguían los canales, pero eran muy largas. De todos modos, siempre tenías que cruzar un canal por un puente para entrar en el hospital. Se podía elegir entre tres puentes. En uno de ellos una mujer vendía castañas asadas. El fuego de carbón emitía un calor agradable, y luego las castañas estaban calentitas dentro del bolsillo. El hospital era muy viejo y muy hermoso, y se entraba por una verja, se cruzaba un patio y se salía por otra verja al otro lado. Generalmente había cortejos fúnebres que salían del patio. Más allá del viejo hospital estaban los nuevos pabellones de ladrillo, y ahí nos encontrábamos cada tarde, todos muy educados y muy interesados por cualquier novedad, y nos sentábamos en las máquinas que tanto nos iban a ayudar.

El médico se acercó a la máquina en la que yo estaba sentado y me dijo:

—¿Qué era lo que más le gustaba antes de la guerra? ¿Practicaba algún deporte?

Yo dije:

—Sí, fútbol.

—Muy bien —dijo—. Podrá volver a jugar a fútbol, y mejor que antes.

La rodilla no se me doblaba, y la pierna me caía rígida de la rodilla al tobillo como si no tuviera pantorrilla. La máquina tenía que doblarme la rodilla y hacer que se moviera como si montara un triciclo. Pero todavía no se doblaba, y lo que ocurría era que la máquina daba una sacudida cuando llegaba el momento de doblarla. El médico decía:

—Esto pasará. Es usted un joven muy afortunado. Volverá a jugar al fútbol como un campeón.

En la máquina de al lado había un comandante que tenía la mano pequeña como la de un bebé. Me guiñó el ojo cuando el médico le examinó la mano, puesta entre dos correas de cuero que se movían arriba y abajo y le estiraban los dedos rígidos. Le dijo al médico:

—¿Yo también podré jugar al fútbol, capitán médico? —Había sido un gran esgrimista; antes de la guerra era el mejor de Italia.

El médico entró en su despacho, que estaba en la parte de atrás, y trajo la foto de una mano que había estado tan atrofiada como la del comandante, antes de ser rehabilitada por la máquina, claro, y que después había sido un poco más grande. El comandante cogió la foto con la mano buena y la miró cuidadosamente.

—¿Una herida? —preguntó.

—Un accidente industrial —dijo el médico.



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